Ningún sitio mejor para vivir que un lugar
amablemente tibio, con sus dos o tres días nublados y algo de lluvia fina como un
vello de soledad sobre los hombros del posible
abrigo de lana oscura. Ningún suelo más adecuado que un pavimento irregular de
adoquines de caliza clara bajo la intemperie. Hay suelos que acarician los ojos
con el reflejo del cielo y nos hacen algo más resbaladizos, cualidad necesaria
para no engancharse en los anzuelos de la vida misma. Como la vida misma invento
pacíficas pero tortuosas calles empinadas que condujeran los pasos a lugares
con nombre pero sin salida, o a innumerables callejones que, aburridos de su
doméstica realidad, terminaran—ellos también—soñándose clandestinos atajos para acceder a otro mundo
adonde solo se entra dibujando previamente una puerta en cualquier muro con un
trazo de tiza. Sin embargo, con sueños o sin ellos—por qué siempre deberíamos
tenerlos—, alzo la mirada hasta los tejados y la dejo perderse en ese cielo anubarrado cuya
fidelidad perruna viste los huesos de estas callejuelas. Encuentro hermoso este deambular entre
paredes que casi tocaría con las manos si extendiera los brazos. A esta
angostura la empapa una luz húmeda y ancha que se cuela en pequeños portales,
gotea de ropas tendidas las mañanas y hiere amablemente los ojos, incluso los
días sin sol. Cómo no defender un silencio que apuntalan las conversaciones de
los habitantes, esos pequeños ronroneos salpicados por algún grito discreto, o el
gato multicolor que me sosiega, acurrucado y contemplativo, viéndome pasar por
delante de su territorio. Puedo admitir alguna silueta en contraluz de vez en
cuando, siempre que se moviera con la cautela suficiente como para seguir
siendo humana. De cualquier forma, en esas añejas callejuelas nadie iría con
prisas pues lo necesario estaría cercano, sería pequeño y de tiento amigable. Lo
demuestra este aroma de peces ensartados sobre el lomo del fuego que se difunde
en el aire e invita al calor de un rincón sencillo.
Un hombre
va, abrigado, caminando solo, tal vez ataviado con un sombrero y las manos
refugiadas en los bolsillos, él mismo un poco entibiado pero con la cordura de considerar
el atrevimiento del clima como necesario
al fraguado del ojo, tal como es indispensable en ese rodar de sensaciones que
le habitan; evitando pensar, que es
darse toda la oportunidad de ser. Porque no, un hombre que va depositando su
mirada sobre las cosas con la delicadeza de la nieve sosegada y va dejándose
empapar a su vez por ellas ya no permanece en el ámbito del pensamiento: es; en un registro distinto claro está,
en la misma categoría que las sombras o los ruidos. Y qué son las cosas. Lo que
desborda de sus zapatos mojados, el aire
oscuro y cargado de historias en los pequeños portales, el café con dos sillas
de plástico amarillo, ese pan efímero que aún nadie ha comprado y que dormita
esperanzado tras el vidrio austero del obrador; la luz que se creyó ceniza
especiando la pequeña tienda, o esa joven enferma de teléfono móvil apoyada en
la puerta. Las cosas son tan leves para un hombre anfibio que lo que siente
adquiere la cualidad de ingrávido, en estrecho amancebamiento con la llovizna y
el sodio lento del mar que todo lo invade. Lo importante es su caminar, lo
accesorio es hacia dónde, aunque eventualmente toma cuidado de pisar firme y
alargar el paso o saltar oblicuo para evitar los charcos.
Doblando
recodos y bajando, salvando siempre grandes escalones, se sale del laberinto de
calles; se sale al río que, de tan increíble,
sabemos que es ya el mar, que es —lo repito—, donde se llega siempre.
Yo llego
siempre a preguntar por mí.
Y aquí no hay historias personajes, tramas o
intrigas. No, aquí no queda nada de eso; quemados los amores, disueltos los
diálogos, dispersos los nombres de los otros que acaso fui, solo quedan los
pasos. Sí, quedan restos en algún
fragmento pegado en algún muro envejecido, pero no quiero arrancar esas
adherencias, todas las figuras que considero humanas, el patrón portugués de
acero bruñido teñido de tabaco que toma nota de mi plato de bacalao a la brasa,
la anciana de huesos picassianos recuadrando su vestido rosa que, con bastón
terco y veterana bolsa azul vuelve de compras y sube despaciosamente la ancha
escalinata, la sonrisa pícara del niño lisboeta que ha juzgado al turista; la
pareja habladora del rincón, madre e hija, veladas por un aliento torrencial de
plata atardecida sorbiendo lustrosos caracoles, o las frágiles sillas de
aluminio sobre las que nadie se sienta como por temor a que se derrumbe el
orden establecido; la abuela que en la calle instruye amorosamente al loro
verde enjaulado. Todo es humano más allá de su forma y naturaleza, puesto que habita
miradas humanas. Más lejos aún, en el
futuro de las Indias verdaderas, cuán portuguesas aún algunas de ellas, sus habitantes, sus hijos, sus familias a
quienes aún no conozco, y todos los pescadores, brahmanes, chóferes, mujeres
con velo o con sari, sin velo y sin sari, niños de hueso brillante con quehaceres
de adulto; siempre figuras más que personas —eso ya se supone— que como es sabido las figuras no tienen historias
largas, solo actitudes y ejemplos, como mucho un corto cuento; al fin y al cabo
son inhábiles garabatos, aunque a veces surja un nombre desprendido de su
entorno: es una excepción y sirve, pero no ata la memoria.
Por lo tanto sigo saltando sobre algún charco donde
platea el don frío de la vida vespertina y giro bajando a mi cuerpo así, medio
a la carrera, alegre, hacia ese ocaso que
me perderé seguramente por haber alimentado mi corazón algunos minutos
más de lo debido en el barrio de Alfama. Porque ahora tenemos todos, hasta los
más humildes, monederos de tiempo con la cantidad exacta de centavos cuyo valor
perdemos por no usarlos; tal vez no sirva para nada apresurarse porque ya no
veré ese sol poniente a causa de las nubes que también son otro don del cielo y
que medran a menudo, oportunas, entre el final del mar y el inicio del ver.