especias






     



         he aquí la pimienta, el jengibre, el cardamomo, la vainilla,  el coriandro,  la cúrcuma, el coco, la mostaza, la miel de cólquida, el eucalipto negro, el aceite de sepia enamorada, el polvo pasmado  de los lotos, la azucena no escrita, la sal de las tijeras, la saliva de fábula, el ungüento de la oveja traslúcida, el acento azul de las hormigas, el bálsamo rasposo de la proa, el añil de las dunas, acetatos de cigüeña de balsa, dióxido de ausencia, lámina de japonés desordenado, gelatina de tren saciado, esencia inmadura de semana prensada, jugo de  ábaco, extracto mejorado de caída, alcohol de esfuerzo levantado, arenilla de añicos salteados, verdegris centrifugado de advertencia, nitrógeno de seda devorada, hilillo certificado de no obstante, crujiente de pasillos, semilla impostada de rincón, espuma de cerveza inmanifiesta, destilado de rana roja, grasilla de oso que ha subido tres escalones, hojaldrado sin que pudo ser porque futuro

      siento como se cierra el diafragma del ojo, las velas que no izo, las manos que se van diluyendo desde las lunas de las uñas, los hombros refugiados en palpar de fotos pensativas; sin invierno, de golpe; me borraré tranquilo,  a medio labio, en falso parpadeo, con páginas de insectos no clavados, con cajitas de peces que quisieron ser piedrecillas de hierba, que consultaron besos dormidos en el plancton,  labios que no osaron tambores, aquellos que iban a ser palomas a las que fallaron las alas de la noche

Jali Guest House





        

    En la pequeña Jali Guest House una ventana orientada hacia el este recorta el palmeral sobre la luz pura y tibia de un alba ya crecida. El sol naciente proyecta su sonrisa sobre las grandes hojas despeinadas, y éstas envían sus sombras todas las mañanas sobre la pared pintada de azul cobalto pálido y las esparce por la pared opuesta, donde hay una vieja toma de corriente al lado del pequeño interruptor rectangular, también de otros tiempos. La luz solar despierta con un vivo destello marfileño unos breves instantes el ajado plástico blanco de los mecanismos y, si hay brisa, los juegos de luz y sombra los acarician, yendo y viniendo, apareciendo y desapareciendo como si quisieran limpiar la pátina del uso, en un vaivén azaroso que, en estas horas de calma enmudecida, posee el pálpito de  lo hipnótico; la atención cuidadosa revela entonces algún conocimiento o señal proveniente de no se sabe qué mundo y que yo no sé interpretar. Sin pausa, el sol sube mañana tras mañana, y las sombras de las hojas de las palmeras bajan, recorriendo el irregular cable eléctrico pegado al rincón, para redibujarse —agitadas si hay viento— sobre mi sábana de color azafrán. En un instante la sombra ocupa la pared opuesta y la mañana se esparce alegre por el resto de la estancia y destaca, salpicando de sol travieso, el humano desorden de las cosas.

 A estas horas los gavilanes ya cosen los huecos del azul con sus vuelos templados. La incansable filigrana que las alas dibujan ahí arriba es una caligrafía transparente y calmada que también debe tener un sentido; solo sé que, apoyado en el borde de la ventana, observo cada mañana la escritura leve del amanecer del mundo con un generoso grado de ignorancia sobre este texto esgrafiado sobre el relieve de su luz. Solamente cuando siento en mis dedos el tacto de la madera de la ventana azul brota una finísima gota de clarividencia--dura poquísimo--que me revela que yo también formo parte parte de los signos incomprensibles del mundo y que, tal vez, no estoy aquí para comprender sino para aceptar su misterio y acatar todo en silencio.
 



   

Aísha en Mumbai


   

    Mumbai puede ser una habitación sin ventanas, como de hotel barato; solo se abre al aire de no sé qué piso por medio de una puerta de madera repintada de negro brillante, con cerradura antigua y tan mal ajustada que deja entrar ambiguas claridades mezcladas a la blanda oscuridad de dentro;  promesas de un pasillo muy recto, no se sabe si ciego, pero hay olor a humo y a sábanas paradas. Paredes de cal húmeda; qué será este verde tenebroso que recubre lo que puede del blanco. Todos esos nombres a rayajos, heridos con punta de clavo; exangües, ya con alas de salitre, tanto tiempo tuviste para repetir tercamente lo de la soledad. Todos los nombres de mujer eran tuyos. Algunos furiosamente rayados y otros con números de niño. Hasta el techo rojo caliente de tu murmullo nocturno es un sinfín de garabatos, como si hubieras sido víctima de la enfebrecida incontinencia de caligrafiarte la piel con el borde afilado de la espera.


   La gema engastada en oro blanco que dejas en mi mano es un fresco óvalo adiamantado.  Resbalando sobre sus biselados,  (y cayendo dentro hacia el fondo de la piedra que no acaba nunca) se oyen pasos (de alguien alejándose por el pasillo), solapados por una tos aterciopelada, también de alguien.   No me había dado cuenta de la minúscula bombilla encendida ahí arriba tiñendo de ámbar triste la sombra rojinegra como un  ojo de pintor ya muerto.
 Cierro la palma de la mano sobre lo que me das con tu mirada de niña honesta.  Tus ojos me bastan para no dudar. Por qué sin ella. Probablemente es un diamante de verdad a juzgar por la importancia que adquiere la joya en esta lóbrega estancia.  No la quiero llevar mientras estoy contigo, Esa voz tan cauta, Como que bailas en ella, Y oigo en la tarima envejecida el peso de tus pies descalzos, Los labios juegan a esa probidad provisional que siempre cedes al morderme; desde el cabello ensortijado desciende mi puño  con  la alhaja dentro abriendo la casi (digo casi porque ya es mía)  tu blusa por el costado. Déjala en el suelo, dices: tu acento de sur cargado de olor a fuego y de piedra golpeada va desmayándose en gotones de plomo y de sudor sobre tu cadera. Déjala en el suelo, repites, la recojo luego, añades. Claro, quién puede acariciar una piel sin temor a perder el diamante que encierra en su mano. Me la dio el dios de los ojos saltones y colmillos de sable, me dijo: perderás tu cabeza si te entregas a otro llevando este regalo, y transformaré en humo a tu amante. Él nos ve siempre. 
Tú crees en dios. Hombre, —me contestas con un aro de risas cautas—cómo vas a ir por la vida sin los dioses;   y la palidez madura de la ínfima bujía del techo  resbala un instante por la piel interna de tus muslos.

   
   El aro de oro blanco bien sujeto al diamante espera debajo del jergón, sobre los anchos listones de madera pulida, entre las chanclas abandonadas y las nubecillas de pelusa y los ácaros. No duerme la gema. Es un ojo vidrioso y feroz que no pierde detalle de lo que pasa arriba, sobre el colchón relleno de pelo de cabra, como el marcador implacable de los alientos. 
Luego has bajado a saltos los escalones, ebria de vida me esperabas en cada descansillo, me mirabas desde abajo sacando la cabeza por el hueco de la escalera. Yo, que tengo cierta edad, bajaba despacio, pensando en el desayuno allí, frente a ti, en el centro del mar.


    Desde aquí se ve salir de la bruma el  millón de cubos de hormigón gris de Mumbai y sus cuadrículas de ventanas, y los tejados  incoloros y los áticos con sus tristes terrazas cada una con su depósito de agua y sus altares. Se adivinan de madrugada los húmedos azules y rojos de los pequeños dioses de la lluvia. Cuando salga el sol arderán como pepitas de oro las franjas amarillas y negras de los grandes dioses de la ira. Eso dices con tu acento del sur. Dices goletas de velas malvas porque es el momento perfecto para que aparezcan y tu dedo anular brilla y las señala. Nunca te había visto con ese vestido de flores locas estampadas sobre tantas semillas negras.

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Breves minutos en Alfama (Lisboa)





    
     
    
   Ningún sitio mejor para vivir que un lugar amablemente tibio, con sus dos o tres días nublados y algo de lluvia fina como un vello de soledad  sobre los hombros del posible abrigo de lana oscura. Ningún suelo más adecuado que un pavimento irregular de adoquines de caliza clara bajo la intemperie. Hay suelos que acarician los ojos con el reflejo del cielo y nos hacen algo más resbaladizos, cualidad necesaria para no engancharse en los anzuelos de  la vida misma. Como la vida misma invento pacíficas pero tortuosas calles empinadas que condujeran los pasos a lugares con nombre pero sin salida, o a innumerables callejones que, aburridos de su doméstica realidad, terminaran—ellos también—soñándose  clandestinos atajos para acceder a otro mundo adonde solo se entra dibujando previamente una puerta en cualquier muro con un trazo de tiza. Sin embargo, con sueños o sin ellos—por qué siempre deberíamos tenerlos—, alzo la mirada hasta los tejados y  la dejo perderse en ese cielo anubarrado cuya fidelidad perruna viste los huesos de estas callejuelas.  Encuentro hermoso este deambular entre paredes que casi tocaría con las manos si extendiera los brazos. A esta angostura la empapa una luz húmeda y ancha que se cuela en pequeños portales, gotea de ropas tendidas las mañanas y hiere amablemente los ojos, incluso los días sin sol. Cómo no defender un silencio que apuntalan las conversaciones de los habitantes, esos pequeños ronroneos salpicados por algún grito discreto, o el gato multicolor que me sosiega, acurrucado y contemplativo, viéndome pasar por delante de su territorio. Puedo admitir alguna silueta en contraluz de vez en cuando, siempre que se moviera con la cautela suficiente como para seguir siendo humana. De cualquier forma, en esas añejas callejuelas nadie iría con prisas pues lo necesario estaría cercano, sería pequeño y de tiento amigable. Lo demuestra este aroma de peces ensartados sobre el lomo del fuego que se difunde en el aire e invita al calor de un rincón sencillo.

  
 Un hombre va, abrigado, caminando solo, tal vez ataviado con un sombrero y las manos refugiadas en los bolsillos, él mismo un poco entibiado pero con la cordura de considerar el  atrevimiento del clima como necesario al fraguado del ojo, tal como es indispensable en ese rodar de sensaciones que le habitan;  evitando pensar, que es darse toda la oportunidad de ser. Porque no, un hombre que va depositando su mirada sobre las cosas con la delicadeza de la nieve sosegada y va dejándose empapar a su vez por ellas ya no permanece en el ámbito del pensamiento: es; en un registro distinto claro está, en la misma categoría que las sombras o los ruidos. Y qué son las cosas. Lo que desborda de sus zapatos mojados,  el aire oscuro y cargado de historias en los pequeños portales, el café con dos sillas de plástico amarillo, ese pan efímero que aún nadie ha comprado y que dormita esperanzado tras el vidrio austero del obrador; la luz que se creyó ceniza especiando la pequeña tienda, o esa joven enferma de teléfono móvil apoyada en la puerta. Las cosas son tan leves para un hombre anfibio que lo que siente adquiere la cualidad de ingrávido, en estrecho amancebamiento con la llovizna y el sodio lento del mar que todo lo invade. Lo importante es su caminar, lo accesorio es hacia dónde, aunque eventualmente toma cuidado de pisar firme y alargar el paso o saltar oblicuo para evitar los charcos.

 Doblando recodos y bajando, salvando siempre grandes escalones, se sale del laberinto de calles; se sale al río que, de  tan increíble, sabemos que es ya el mar, que es —lo repito—, donde se llega siempre. 

Yo llego siempre a preguntar por mí.



    Y aquí no hay historias personajes, tramas o intrigas. No, aquí no queda nada de eso; quemados los amores, disueltos los diálogos, dispersos los nombres de los otros que acaso fui, solo quedan los pasos. Sí, quedan  restos en algún fragmento pegado en algún muro envejecido, pero no quiero arrancar esas adherencias, todas las figuras que considero humanas, el patrón portugués de acero bruñido teñido de tabaco que toma nota de mi plato de bacalao a la brasa, la anciana de huesos picassianos recuadrando su vestido rosa que, con bastón terco y veterana bolsa azul vuelve de compras y sube despaciosamente la ancha escalinata, la sonrisa pícara del niño lisboeta que ha juzgado al turista; la pareja habladora del rincón, madre e hija, veladas por un aliento torrencial de plata atardecida sorbiendo lustrosos caracoles, o las frágiles sillas de aluminio sobre las que nadie se sienta como por temor a que se derrumbe el orden establecido; la abuela que en la calle instruye amorosamente al loro verde enjaulado. Todo es humano más allá de su forma y naturaleza, puesto que habita miradas humanas.  Más lejos aún, en el futuro de las Indias verdaderas, cuán portuguesas aún algunas de ellas,  sus habitantes, sus hijos, sus familias a quienes aún no conozco, y todos los pescadores, brahmanes, chóferes, mujeres con velo o con sari, sin velo y sin sari, niños de hueso brillante con quehaceres de adulto; siempre figuras más que personas —eso ya se supone— que  como es sabido las figuras no tienen historias largas, solo actitudes y ejemplos, como mucho un corto cuento; al fin y al cabo son inhábiles garabatos, aunque a veces surja un nombre desprendido de su entorno: es una excepción y sirve, pero no ata la memoria. 


Por lo tanto sigo saltando sobre algún charco donde platea el don frío de la vida vespertina y giro bajando a mi cuerpo así, medio a la carrera, alegre, hacia ese ocaso que  me perderé seguramente por haber alimentado mi corazón algunos minutos más de lo debido en el barrio de Alfama. Porque ahora tenemos todos, hasta los más humildes, monederos de tiempo con la cantidad exacta de centavos cuyo valor perdemos por no usarlos; tal vez no sirva para nada apresurarse porque ya no veré ese sol poniente a causa de las nubes que también son otro don del cielo y que medran a menudo, oportunas, entre el final del mar y el inicio del ver.